A unos días de incorporarme al trabajo, tengo el humor “mate, tirando a sepia”. Me entran unas ganas de pegar palizas por la calle... así sin ton ni son. Es cuestión de canalizar los sentimientos o apuntarme a un psicoanalista. (Prefiero seguir ahogando mis vigores en el gimnasio.) o tal vez me dé un baño en la playa, por aquello de que un baño tras un ataque de ira es lo mejor. Pero después de los dos meses que me he dado, creo que no tengo derecho a quejarme. Además, la gente de S'Olivera es buena (ley de la atracción).
Ayer estuve viendo una película de chinos. Era una de esas de fantasmas, muertos y sangre. Bastante estúpida, por cierto, de la que si no la hay ya, pronto habrá una versión americana mucho más estúpida. Aunque, en realidad, el estúpido soy yo por aguantarla toda, sabiendo que luego tengo pesadillas. Y así ha sido. Esta noche he sufrido una especie de histeria nipona. Era una histeria más poderosa que la “operación bikini”, que dicho sea de paso yo no sufro. A las cuatro de la madrugada me desperté por unos ruiditos al otro lado del pasillo. Para no despertar a los de la casa, cogí mi espada láser de la guerra de las galaxias. (Como si el color verde de la espada o su plástico me fuesen a servir de mucho). Salí de mi habitación de puntillas, en calzoncillos, esperando no encontrarme con uno de los fantasmas de la película (ni a mis hermanas). De pronto mi cuerpo entero sintió un espasmo. Y delante de mí aparecieron mis miedos, bailaron un rato, y mientras contenía el llanto me abrazaron por dentro desde lejos.
Voy a resumir y saltarme los momentos bochornosos: Uno de los perros estaba dormido en el porche de la casa, y su respiración se colaba por debajo de la puerta. Por culpa de mi imaginación, me paso la vida derrapando. Así que he decidido no volver a ver películas de miedo, para evitar las pesadillas y hacer el ridículo. Bastante tengo con volver a trabajar, como para martirizarme con seres imaginarios.
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