Platón nos enseñó que habitamos en una caverna, encerrados, encadenados, viviendo de reproducciones y falsedades, mientras en el exterior se desarrolla la vida real. Al final, la existencia se desarrollaba como una lucha por salir de la caverna. El hombre debía deshacerse de sus ataduras y salir al mundo de las ideas, el mundo real, el mundo iluminado por el sol.
El problema es cuando no eres tú quién habita la caverna, sino cuando es la caverna la que habita dentro de ti, con su abismo pavoroso que te obliga a ser quién no quieres ser. En este punto, la necesidad de liberarse de la oscuridad interna es imperiosa. Es como si tuviese una niebla espesa ofuscando la mirada, con una tendencia suicida.
En momentos como los de hoy, que me encuentro aprendiendo a ser quien soy, todo lo que hayo en el filo del abismo, dentro de esa cueva de figuraciones y mitos, hace parecer que me derrumbo. Mi poca apariencia de seguridad se sumerge en un laberinto, sin encontrar el equilibrio. La vida se convierte en una guerra contínua contra uno mismo. Pero por suerte, de la oscuridad puede salir luz, de la guerra la paz.
Tal vez sea bueno perderse en esa caverna que nos habita, para poder encontrarnos, sin máscaras, sin guiones teatrales. Encontrarnos desnudos de cualquier espejismo, con la verdad como Bien supremo.